jueves, 18 de julio de 2013

Cortejo

Nos enamoramos de una mujer porque es tan nueva, la fisiología, las proporciones de su cuerpo, la cara, los ojos, las cejas, el color del cabello, el modo en que camina, en que se vuelve, en que dice hola, en que mira. Todo es nuevo, todo el territorio desconocido. Nos gustaría investigar ese territorio; es tentador, muy tentador. Estamos atrapados, hipnotizados. Y cuando empezamos a acercarnos, ella empieza a alejarse; eso es parte del juego. Cuanto más se aleja, más cautivadora se vuelve. Si simplemente dijera: «Sí, estoy lista», la mitad del entusiasmo moriría en ese mismo instante. De hecho, seríamos nosotros quienes empezaríamos a pensar cómo alejaros. Por ende, ella nos brinda la oportunidad de perseguirla.

Hay dos tipos de seducción. Cuando un hombre seduce a una mujer, es enérgico. Lo in­tenta de todas las maneras, toma la iniciativa, po­ne una trampa, realiza todos los esfuerzos que puede. Una mujer seduce de un modo totalmente diferente. No toma la iniciativa, no pone ninguna trampa, no persigue al hombre; de hecho, finge no tener mucho interés. El hombre puede fallar, pero la mujer jamás falla... esa es la seducción femenina. Su trampa es muy sutil. No se puede huir de ella; carece de escapatorias. Y sin perseguiros, nos persigue. Nos obsesiona en sueños... jamás lla­ma a nuestra puerta, pero nos obsesiona en sueños; jamás muestra algún interés, pero se convierte en la fantasía más profunda de nuestro ser. Ese es el truco femenino.
La energía femenina escapa. Ese es el juego.
No es que una mujer realmente desee esca­par; practica al juego del escape. Si un hombre aborda a una mujer y esta se encuentra preparada para irse a la cama con él, el hombre empezará a sentirse un poco preocupado. ¿Qué le pasa a la mujer? Porque no se ha ejecutado el juego. ... La belleza del amor no radica tanto en el amor co­mo en el juego amoroso. Se realizan tantos es­fuerzos... el cortejo. Pero este solo es posible si la mujer retrocede. Comprobado. Siempre que estás hablando con una mujer, si nos interesa, re­trocederá y nosotros avanzaremos. Pero siempre hay una pared, de manera que la mujer choca contra la pared; entonces queda atrapada. Siem­pre avanza hacia la pared... ¡también eso es in­tencionado! Todo es intencional. Forma parte del juego, y es un juego hermoso.
La gente jamás se encuentra tan feliz como durante el cortejo, porque se trata de una per­secución. Básicamente el hombre es un cazador, de modo que cuando la mujer es perseguida, y se aleja, tratando de esconderse, evitándolo, dicién­dole que no, el hombre se enciende más y más. El desafío se torna intenso; hay que conquistar a la mujer. En ese momento está dispuesto a morir por ella, o a hacer lo que sea necesario, pero hay que conquistarla. Debe demostrar que no es un hombre corriente. 
Pero una vez que están juntos, entonces... porque todo el interés radicaba en la persecución, en lo desconocido, en que en apariencia la mujer era inconquistable. Pero, una vez que ha sido conquistada, ¿cómo se puede mantener el viejo interés? Como mucho se puede fingir, pero el viejo interés no se puede mantener.
¿Habrás observado que la misma mujer que hoy es hermosa puede que mañana no lo sea, o que incluso se convierta en un incordio? Hoy nos morimos por conseguirla, ¡y mañana queremos morirnos para deshaceros de ella! Es extraño... ¿qué fue de la belleza?
La belleza está en nuestro interior. Y cuando le concedes a la mujer libertad para ser ella mis­ma, o al hombre libertad para ser él mismo, fun­cionan como un espejo. En cuanto empiezas a de­cir: «Deberías ser esto o aquello», no permitimos que el hombre o la mujer sean un espejo, comen­zaremos a convertirnos en una película virgen dentro de una cámara fotográfica.
Un espejo siempre está vacío, por eso puede seguir reflejando de forma continua, toda la eternidad. La película virgen se acaba solo en un reflejo, porque solo aferra ese reflejo. No es un espejo.
Si nuestras relaciones con las personas contu­vieran esta gran comprensión, que al otro de­bería permitírsele libertad total para permanecer siendo lo que sea, quizá con cada momento se podría revelar más y más belleza. Cuando las personas no son posesivas entre sí sienten la be­lleza. En cuanto se casan, las cosas comienzan a ponerse difíciles, porque una nueva posesión ha­ce acto de presencia. Y siempre veras lo que desees ver. Cuando la mujer no estaba disponible, representaba un desafío... y cuanto mayor el des­afío, más hermosa era. Pero una vez que está en­cadenada, el desafío se ha perdido y la belleza desaparece. Los más grandes amantes son aque­llos que jamás se encuentran. El encuentro es una tragedia.
Parece que en la vida todo lo que nos resulta hermoso solo es hermoso porque no es nuestro... la hierba es más verde del otro lado de la valla. No es la realidad, porque el vecino tiene el mis­mo problema... cuando ve nuestro jardín, la hier­ba es más verde. Es un espejismo que crea la dis­tancia.
A los amantes que mejor les va en el mundo es a aquellos que no se conocen. Provocan las historias más románticas y hermosas... sin ri­ñas ni peleas. Y jamás llegan a averiguar que «Esta no es la mujer para mí ni yo soy el hombre para esta mujer». Nunca alcanzan la suficiente intimidad para saber eso. Pero, por desgracia, la mayoría de los amantes llegan a casarse. Es el ac­cidente más desdichado de la vida. Eso destruye toda la belleza; de lo contrario, habrían sido Laila y  Majnu, Romeo y Julieta, Tristán e Isolda, grandes amantes de la historia. Pero esos grandes amantes jamás vivieron juntos en un apartamen­to de un dormitorio.
Primero creamos a una mujer o a un hombre hermoso y luego nos ponemos a perseguirlo. Y pasados unos días de vivir con la mujer o el hombre hermoso, todas las fantasías se desmoronan. De pronto somos conscientes, como si nos hubieran engañado, de que esa mujer o el hombre tienen un aspecto corriente. Y pensábamos que era una Laila o Julieta, o pensábamos que era un Majnu o Romeo, y de repente, des­pués de unos días, los sueños se han evaporado y la mujer se ha vuelto corriente o el hombre se ha vuelto corriente; entonces nos sentimos disgustados, como si la otra persona nos hubiera engañado. Na­die nos ha engañado y nada ha desaparecido del hombre o la mujer; lo que se ha esfumado es nuestra propia fantasía... porque las fantasías no se pueden mantener. Podemos soñar con ellas, pero no podemos mantenerlas durante mucho tiempo.
Las fantasías son fantasías. De modo que si de verdad queremos continuar en nuestras fantasías, entonces, al ver a una mujer hermosa, alejarnos de inmediato de ella todo lo que podamos. Entonces siempre la recordaremos como la mujer más hermosa del mundo. De esa manera la fanta­sía jamás entrará en contacto con la realidad. No se quebrará. Siempre podremos suspirar y cantar y llorar por la hermosa mujer... ¡pero nunca nos acercaremos a ella!
 Cuanto más nos aproximamos, más realidad, más realidad objetiva, se revelará. Y cuando se pro­duzca un choque entre la realidad objetiva y nuestra fantasía, desde luego ya sabemos quién sal­drá derrotada: nuestra fantasía. No se puede ven­cer a la realidad objetiva.

El matrimonio debería tener lugar únicamente cuando la luna de miel ha llegado a su fin. Cuando dos personas, que se conocen bien, deci­den estar juntas, no se trata de una cuestión de conquista ni de algo nuevo. No es que se deciden por el matrimonio porque quieren conocerse; se deciden por el matrimonio porque se conocen. Es algo totalmente diferente.

Continua  Descubrimiento.

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