jueves, 18 de julio de 2013

Los opuestos

Hay unas pocas cosas muy fundamentales que se deben entender.     
Primera, un hombre y una mujer son, por un lado, mitades del otro, y por el otro lado, polari­dades opuestas. El hecho de ser opuestos hace que se atraigan. Cuanto más separados estén, más profunda será la atracción; cuanto más diferentes sean, más grande será el encanto, la belleza y la atracción. Pero ahí radica todo el problema.
Cuando se acercan, quieren acercarse más, quieren fundirse en el otro, quieren convertirse en uno, en un todo armonioso... pero toda su atracción depende de la oposición, y la armonía dependerá de disolver dicha oposición.
A menos que una relación amorosa sea muy consciente, va a crear mucha angustia y problemas.
Todos los amantes tienen problemas.. El problema no es personal; radica, en la misma na­turaleza de las cosas.

Lo llaman enamorarse. No pueden aportar ra­zón alguna que explique una atracción tan tre­menda hacia el otro. Ni siquiera son conscientes de las causas subyacentes; y por eso suceden co­sas extrañas: los amantes más felices son aque­llos que jamás se encuentran. En cuanto lo hacen, la misma oposición que creó la atracción se con­vierte en un conflicto. En cada cosa pequeña sus actitudes y enfoques son diferentes. Aunque ha­blan el mismo idioma, son incapaces de entenderse.
El modo en que un hombre observa el mundo es distinto del de una mujer.
Por ejemplo, un hombre está interesado en co­sas lejanas... en el futuro de la humanidad, en las estrellas distantes, en si hay seres vivos en otros planetas. Una mujer simplemente ríe entre dientes ante esas tonterías. A ella solo le interesa un círcu­lo muy pequeño y cerrado: los vecinos, la familia, quién engaña a su esposa, qué esposa se ha ena­morado del chofer. Su interés es muy local y muy humano. No le preocupa la reencarnación; tampo­co le preocupa la vida después de la muerte.
Su preocupación es más pragmática. Le preo­cupa el presente, el aquí y el ahora.
El hombre jamás está en el aquí y el ahora.
Siempre se encuentra en alguna otra parte.
Si ambas partes son conscientes del hecho de que se trata de un encuentro de opuestos, de que no hay necesidad de convertirlo en un con­flicto, entonces es una gran oportunidad para en­tender el punto de vista totalmente opuesto y asimilarlo. En ese caso, la vida de un hombre y una mujer, juntos, puede transformarse en una hermo­sa armonía. De lo contrario, es una pelea constan­te. Hay descansos... no se puede mantener una pe­lea durante veinticuatro horas al día; también hace falta descansar para prepararse para una nueva pe­lea. Sin embargo, uno de los fenómenos más ex­traños es que durante miles de años los hombres y las mujeres han estado viviendo juntos, y aun así son extraños. Siguen teniendo hijos, pero continúan siendo extraños. Los enfoques femenino y mascu­lino son tan opuestos entre sí que a menos que se realice un esfuerzo consciente, a menos que se convierta en nuestra meditación, no existe espe­ranza de disfrutar de una vida apacible.
La mujer piensa intuitivamente, el hombre in­telectualmente, lo que impide el encuentro. La mujer simplemente llega a conclusiones sin ningún proceso de pensamiento. Y el hombre avanza paso a paso para alcanzar una conclusión.
 El hombre se esfuerza por llegar a una conclu­sión, mientras que la mujer simplemente la saca. Posee una sensación intuitiva.
Por ello no se difícilmente puedes engañar a una mujer, en especial a nuestra pareja. Resulta casi imposible. De inmediato nos descubrirá, porque el modo en que la mujer ve no se parece al modo en que vemos nosotros. Ella entra por la puerta de atrás, ¡mientras que nosotros ni siquiera sabemos que tenemos una puerta trasera! Destruimos todo ante la puerta delantera, y ella en­tra por la de atrás y conoce todos los detalles.
El hombre llega a casa preparado. Qué va a decir, cómo va a responder... lo repasa todo, y en cuanto mira a la mujer todos los ensayos se desvanecen y se comporta como un niño tartamu­do. Incluso una gran persona como Napoleón le tenía mucho miedo a las mujeres. Temía a su pro­pia esposa, porque lo descubrirá de inmediato.
La mente del hombre sigue un curso zigza­gueante, la de la mujer un curso recto como una flecha. Ella no escucha lo que decimos, sino que nos mira a los ojos. Presta atención al modo en que decimos las cosas. Percibe nuestra mano tembloro­sa, ve que nuestros ojos intentan evitarla. No es­cucha lo que estamos diciendo; eso es irrelevante... sabe que se trata de una historia que habremos logra­do inventar de camino del bar a casa. Sin embar­go, está más sincronizada con nuestro lenguaje corporal. Y este es más auténtico, porque aún no podemos controlarlo y engañar con él.
El hombre es capaz de abordar cualquier pro­blema de un modo intelectual. Le tiene mie­do a la mujer porque el modo en que ella aborda un problema es muy intuitivo, instintivo. Ningu­na mujer es intelectual, inteligente, desde luego, pero no intelectual. La inteligencia del hombre es de un tipo, y la inteligencia de la mujer es de un tipo totalmente diferente. La inteligencia del hombre es la esencia de su intelecto, y la inteli­gencia de la mujer nace de su poder intuitivo. No hay un punto intermedio donde puedan encon­trarse... no existe posibilidad para ello. Son polos opuestos, por eso se sienten tan atraídos entre sí. Debido a que no pueden comprenderse existe misterio entre ellos; ese misterio posee un gran atractivo.
De hecho, podemos amar a una mujer toda nues­tra vida, pero jamás seremos capaces de enten­derla. Seguirá siendo un misterio, impredecible; vive más a través de los estados de ánimo que de los pensamientos, es más parecida al clima y me­nos a un mecanismo. Ama a una mujer y lo sabrás. Por la mañana hay nubes y ella está triste, y, de inmediato, no ha sucedido nada en particular y las nubes han desaparecido y una vez más luce el sol y ella canta. ¡Increíble para un hombre!
¿Qué tonterías pasan por una mujer? Sí, son tonterías porque, para un hombre, las cosas debe­rían tener una explicación racional. ¿Por qué es­tás triste? Una mujer simplemente responde: Me siento triste. A un hombre le resulta impo­sible entenderlo. Ha de haber alguna razón para estar triste. ¿Solo estar triste? ¿Por qué estás fe­liz? Una mujer simplemente contesta que se siente feliz. Vive a través de estados de ánimo.
Por supuesto, a un hombre le resulta difícil vivir con una mujer... porque si las cosas son ra­cionales, se pueden manejar. Si son irracionales, si surgen de la nada, resultan muy difíciles de manejar. Ningún hombre ha sido jamás capaz de manejar a una mujer. Al final termina por rendir­se; abandona todo el esfuerzo de manejarlo.
El hombre es más argumentativo. Esto han aprendido las mujeres: si siguen hasta el fin de la discusión, él ganará. De modo que no discu­ten, pelean. Se enfadan y lo que no pueden hacer mediante la lógica lo hacen a través de la furia. Lo sustituyen todo por la ira y, desde luego, el hom­bre que piensa que no tiene sentido tomarse tantas molestias por algo tan insignificante, termina por estar de acuerdo con ellas.
La mujer tiene sus propios argumentos: rom­per platos. Por supuesto, esos platos son los viejos. Jamás rompe los realmente hermosos. Golpea al hombre con la almohada, pero golpear a alguien con una almohada no es un acto violen­to. Una almohada blanda representa una pelea muy poco violenta. Le arroja cosas, pero jamás apunta a darle. Apunta aquí y allá. Pero eso es su­ficiente para dar la alarma en el vecindario. Es lo que ella quiere, que todo el barrio se entere de lo que está sucediendo. Eso aplaca al hombre. Este se arrastra y suplica: Perdóname. Estaba equi­vocado desde el principio. Lo sabía.
A medida que las parejas se asientan, el hombre olvida todo sobre las discusiones. Cuando en­tra en la casa, respira hondo y se prepara para cualquier cosa irracional que vaya a suceder.
La mitad del mundo, el mundo exterior, el mun­do objetivo, ha de ser abordado mediante la ra­zón. De modo que cuando se trate de un asunto del mundo exterior, hay más posibilidades de que el hombre tenga razón. Pero siempre que se trate de una cuestión del mundo interior, es más posible que la mujer tenga razón, porque en ese asunto la razón no es necesaria. Así que si vas a comprar un coche, presta atención al hombre, y si vas a elegir una iglesia, presta atención a la mujer. Pero es al­go casi imposible. Si tienes esposa, no puedes ele­gir el coche... es casi imposible. Ella lo elegirá. ¡Y no solo eso, sino que se sentará en la parte de atrás y lo conducirá!
El hombre y la mujer han de llegar a una cier­ta comprensión de que en lo que atañe al mundo de los objetos y las cosas, el hombre es más propenso a tener razón y ser más preciso. Él funciona a través de la lógica, es más científico, es más occidental. Cuando una mujer funciona más intuitivamente, es más oriental, más religio­sa. Es más posible que su intuición la guíe al ca­mino correcto. De manera que si vas a ir a una iglesia, seguirás a nuestra mujer. Posee una sensa­ción más precisa para las cosas que son del mun­do interior. Y si amas a una persona, a la larga se llega a esa comprensión y entre los dos amantes surge un acuerdo tácito: quién va a tener razón según qué cosas.
Y el amor siempre es comprensión.
El hombre es un hacedor. La mujer es una amante, no una hacedora. El hombre es la mente, la mujer es el corazón. El hombre puede crear cosas, pero es incapaz de dar vida. Para eso es necesaria la receptividad de la tierra. La simiente cae en ella, desaparece bajo tierra y un día surge una vida nueva. Así es como nace un niño. Hace falta una matriz para dar a luz... a un bebé, a lo sa­grado o a nosotros mismos.
La mujer es paciente. ¡Piensa en un hombre teniendo un bebé en su vientre durante nueve me­ses! No se puede concebir que un hombre sea ca­paz de tolerarlo... es imposible. Las mujeres son más tolerantes, aceptan más. ¿De dónde procede esa fortaleza? De su receptividad.
Cuando somos hacedores nos agotamos. Un hombre y una mujer haciendo el amor... el hombre se agota; la mujer se ve enriquecida, nutrida, porque es la receptora. Al hacer el amor un hombre pier­de energía, una mujer la gana. Por eso las muje­res se han visto inhibidas en todo el mundo. ¡Si no se las contuviera, el hombre moriría! Sería im­posible para ningún hombre satisfacer a alguna mujer. Una mujer puede hacer el amor con una docena de personas en una noche y aun así estar fresca, llena de energía. Un hombre solo puede hacer el amor una vez, y luego se queda agotado. El hombre expulsa energía, la mujer la recibe.
La mujer espera... eso no significa que no ame, ama tremendamente; ningún hombre puede amar con igual profundidad... pero ella espera. Confía en que las cosas acontecerán en su mo­mento justo, y precipitarlas no sirve para nada. Una mujer no está tensa, sino llena de energía, de ahí la belleza femenina.

Es muy raro encontrar a un hombre que no sea un marido dominado... muy raro. De hecho, no sucede, y si alguna vez encontráis a uno, en­tonces se trata de la excepción que confirma la regla, nada más. Hay razones psicológicas para ello.
El hombre pelea continuamente en el mun­do, de modo que su energía masculina se agota. Cuando llega a casa, quiere volverse femenino. Quiere reposar de su agresión masculina. En la oficina, en la fábrica, en el mercado, en la políti­ca... en todas partes ha estado peleando y pelean­do. En casa no quiere pelear; quiere descansar, porque al día siguiente el mundo volverá a em­pezar. Por ello en el momento en que entra en casa se convierte en femenino. Todo el día la mujer ha sido femenina, sin pelear; no ha habido nadie con quien pelear. Está cansada de ser una mujer... y de la cocina, de todo y de los niños. Quiere disfrutar de un poco de agresividad y pe­lear y reñir, y el pobre marido está disponible. De modo que ella se convierte en el varón y el marido se convierte en la mujer; esa es toda la base para la dominación.
El corazón sigue siendo primitivo. Y es bueno que las universidades no hayan encontrado todavía un modo de enseñar al corazón y de vol­verlo civilizado. Es la única esperanza que tiene la humanidad para sobrevivir. La mujer es la úni­ca esperanza que tiene la humanidad para sobre­vivir. Hasta ahora, el hombre ha sido dominante, y ello por una extraña causa. Esta es que en lo más hondo el hombre se siente inferior. Debido a la inferioridad, con el fin de compensarla, co­menzó a dominar a la mujer.
Solo en un sentido es más fuerte que la mu­jer: en fuerza muscular. En todos los demás senti­dos la mujer es mucho más fuerte que el hombre. La mujer vive más tiempo que el hombre, sufre menos que él debido a las enfermedades.
Más hombres se vuelven locos, el número es casi el doble. Y más hombres se suicidan; otra vez la cantidad es casi del doble. En todos los modos posibles, salvo en el muscular, la mujer es muy supenor.


La inteligencia y la claridad forman parte de la mente masculina. La absorción y la tran­quilidad forman parte dela mente femenina. Solo una mujer puede absorber, por ello se queda em­barazada... posee el útero. Esas dos cosas son ne­cesarias. Si no somos inteligentes, no seremos capaces de entender qué se nos está diciendo, no compren­deremos qué nos está impartiendo el Maestro. Y si no somos femeninos, no seremos capaces de absorber­lo, no podremos quedar embarazados con ello. Y ambas cosas son necesarias. Debemos ser inteli­gentes, muy inteligentes para entenderlo. Y te­nemos que ser muy absorbentes para mantenerlo en nuestro interior, para que se convierta en una par­te de nosotros.
El hombre ha estado obligando a la mujer a ser silenciosa, no solo por fuera, sino tam­bién por dentro... obligando a la parte femenina a estar quieta. Mira en nuestro interior. Si la parte femenina dice algo, de inmediato saltáis y repli­cáis: ¡Es ilógico! ¡Absurdo!. Nos perdemos mu­chas cosas en nuestra vida porque la cabeza no para de hablar; no permite que la parte femenina hable.
Los alborotadores se convierten en líderes. En las escuelas, todos los profesores inteligentes eligen a los mayores alborotadores como jefes de clase. En cuanto ocupan un puesto poderoso, to­da la energía que dedican a los problemas adquie­re utilidad para el maestro. Esas mismas personas problemáticas comienzan a crear disciplina.
La mente masculina es un fenómeno alboro­tador... por ello abruma, domina. Pero en lo más hondo, aunque podamos alcanzar poder, nos perdemos la vida. iY en lo más hondo la mente femenina continúa! A menos que demos marcha atrás hacia lo femenino y nos entreguemos, a menos que nues­tra resistencia y lucha se conviertan en rendi­ción, no sabremos lo que es la vida verdadera ni su celebración.
Uno debería de ser como el agua... que fluye, fresca, siempre en movimiento hacia el océa­no. Y uno debería de ser como el agua: suave, fe­menino, receptivo, cariñoso, no violento. Uno no debería de ser como una roca. La roca da la impre­sión de ser fuerte, pero no lo es, y el agua da la im­presión de ser muy débil, pero no lo es.
Que nunca nos engañen las apariencias. Al fi­nal el agua vence a la roca y esta es destruida y se convierte en arena que es arrastrada al mar. Al fi­nal la roca desaparece... ante el agua blanda.

La roca es masculina; es la mente masculina, la mente agresiva. El agua es femenina, suave, cariñosa, en absoluto agresiva. Pero gana el ele­mento no agresivo. El agua siempre está dispues­ta a rendirse, pero mediante la rendición conquis­ta... ese es el estilo de la mujer. La mujer siempre se rinde y conquista a través de ese acto. Y el hombre quiere conquistar y el resultado final no es otra cosa que una rendición.

Continua Complementarios

No hay comentarios:

Publicar un comentario